Apizaco, la ciudad que llegó con el tren

La Colonia Ferrocarrilera cumplió 101 años desde que los primeros migrantes sembraron los cimientos de lo que hoy es la ciudad de Apizaco, que, si bien ostenta el título de “modelo”, no se puede olvidar que es la ciudad que “llegó con el tren”.

Sus calles cuentan miles de historias cada día, pero son los pies de los migrantes los que han pulido la madera de los durmientes viejos y han alisado el acero de las vías. 

Las pequeñas historias silenciosas que recorren estas vías son difíciles de comprender, pues a veces no existe empatía, algunos vecinos evitan a los migrantes, forjan paredones reforzados con alambres y púas, y otros prefieren señalarlos como los culpables de la creciente ola de delincuencia y asaltos.

Por otro lado, hay quienes no olvidan de donde son, cuál es su origen y el de su ciudad…

Güicho

En el camellón del bulevar Álvaro Obregón, ahí donde está colocado un cabús amarillo, Güicho reúne a los asistentes para dar indicaciones del recorrido a realizar. Él resalta la importancia de las colonias Ferrocarrilera y la 20 de Noviembre, las cuales contienen a las primeras casas de los ferrocarrileros que es establecieron en la zona.

Parado frente al grupo, explica que el recorrido busca generar una empatía natural para convivir con el fenómeno de la migración. La ruta consiste en llegar a diferentes puntos de ambas colonias para encontrarse con las acciones e intervenciones de algunos compañeros.

Mientras habla, recuerda también que dicha colonia es tan importante dentro de la historia de la fundación de Apizaco, que el cabús que se encuentra a su espalda, un ícono que antes reposaba sobre el parque principal como emblema de la ciudad, fue llevado a la colonia por el ayuntamiento, como un regalo de la ciudad -su hija- hacia su madre.

Cuando termina de hablar, da inicio formal al recorrido, y mientras le grupo avanza, él se queda en el camellón para continuar con la preparación del jolgorio que se realizará en la noche.

El grupo avanza hacía la vía por el rumbo que lleva al Albergue de la Sagrada Familia, al cual los migrantes llaman casa, que está separada de la calle por una reja con alambrado, mientras que algunas casas de esa calle tienen zaguanes reforzados con barrotes, cual zona de contención de peligrosos delincuentes.

Allí sobre la vía, bañada por el cálido color amarillento que anuncia el ocaso, se encuentra una figura que aguarda sobre los durmientes de madera.

Fede

Parado entre las vías del tren, Fede prepara su acción. En una placa transparente tiene tinta negra y amarilla -una de las vías está manchada de éste último color-, aun lado de la placa está un rodillo y un durmiente pintado de negro.

Fede se arrodilla y, mientras los oyentes se juntan, él empapa su rodillo con la tinta negra y la pasa sobre un durmiente poco a poco, impregnándolo. Atrás de él está un costal de arena y junto está una bolsa con playeras.

Su obra se llama “la historia del durmiente en mis playeras” y mientras empapa al durmiente con la tinta negra, narra historias de su madre, comparte sus pensamientos y explica su acción.

“Me gusta imaginar que éste es uno de los primeros durmientes que se asentaron en Apizaco. No sé cuántos años tenga, pero me gusta pensar que ha estado aquí desde siempre.

No sé cuántas personas lo han pisado, no sé cuántos iban, no sé cuántos regresaban, no sé cuántos volvieron ni cuántos dijeron adiós para no volver nunca, pero dejaron huella, huellas que el tiempo se ha llevado. Algunas no tanto.

Supongo que cada una de estas betas recuerda cada pie que pasó, algunas con zapatos, otras con botas, unas con calcetines y otros descalzos. No me imagino lo que significaría caminar descalzo sobre estas vías, pero he visto mucha gente que resiste eso y más.

He visto mucha gente que pasa por aquí diario, que no solo lleva heridas en sus pies, sino que lleva sed, lleva hambre, lleva fe y una promesa”.

Así, deja de entintar y se levanta para quitarse los zapatos, después mete sus pies a la bolsa con arena y luego camina hacia el durmiente lleno de tinta para marcar sus pies, que pareciera no dejarán huella sobre la mancha negra.

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Él entiende que a simple vista no se ven, así que coloca dos playeras sobre el durmiente y encima de ellos un cartón. Explica que aquellas personas que andan con sueños de esperanza y zapatos rotos no son más que víctimas de la falta de empatía, por ello, pide a los oyentes tengan empatía con su pieza y le ayuden a imprimir las playeras.

Uno a uno, los asistentes caminan sobre el cartón y cuanto todos terminan de pasar, él lo levanta y despega suavemente las telas, que ahora no sólo llevan las marcas de las betas, sino que también llevan la esencia de sus pies como una huella que se puede llevar a todos lados.

César

El grupo regresa y se detiene unos metros adelante, bajan hacia la calle para observar la pieza de César que consiste en una intervención en el espacio. Entre montículos de piedra hay cactáceas y junto ellas hay unas bancas caseras hechas de madera y cemento.

La acción es un acto de solidaridad y de irreverencia, pues su obra es un descansadero para que aquellos caminantes puedan sentarse y observar desde lo alto a todos los que pasan, contar historias, o simplemente descansar a la sombra de una barda de piedra. También los convierte a ellos en símbolos de la presencia del migrante, aquella presencia que muchos prefieren evitar.

Cuenta que tuvo dificultades para crear su pieza, pues no sabía cómo hacer la mezcla para el cemento y otras actividades que sólo un maestro albañil haría a la perfección, pero un vecino de la colonia 20 de Noviembre, que justo enfrente tiene un local, se solidarizó con él y le ayudó a crear su obra.

Al finalizar la explicación, algunos del grupo se sentaron sobre las bancas, adornadas con plantas contenidas en macetas rojas, hechas también por aquel hombre solidario.

El grupo continua el recorrido, se dirigen al corazón de la 20 de Noviembre donde se encuentran las “piedras huevonas”, cuyo lugar está señalado por una lona que impresa tiene la imagen de la Virgen de Guadalupe y a su costado se encuentra una foto de recuerdo.

Ana

Una vez en el lugar señalado, Ana explica aquella foto, donde se observa a vecinos de la colonia que disfrutan del tiempo de descanso en el Albergue, tras haber elaborado piñatas conocidas como matachines, que precisamente son una tradición nacida en Apizaco.   

El grupo llama la atención de las vecinas, quienes se acercan para platicar a los oyentes la historia de “las piedras huevonas”. Ellas comienzan a relatar anécdotas mientras más gente se acerca.

Ana narra que su origen se remonta a los primeros años de la colonia, donde los fundadores fueron los abuelos y papás de las vecinas, quienes, después de arduos días de trabajo, buscaban un lugar donde pasar el rato, descansar y contar historias. Por ello colocaron un bloque a modo de banca, en el cual sentarse.

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Comenta que Güicho es de los pocos afortunados en vivir los recuerdos de las piedras huevonas, pues él vivió ahí, en la esquina de esa calle, uno de los corazones de Apizaco.

Una de las vecinas, María de los Ángeles, se acerca al lugar y corrobora las historias, pues su abuelo, don Ángel Arellano, junto con el señor Fumanchú, Norberto Pérez y José Munive, fueron los fundadores de la piedra para el descanso y convivio de los trabajadores.

Después de la primera piedra huevona -prosigue-, se colocaron otras dos a los costados, las cuales con el paso de los años se transformaron en punto de referencia, como un ícono entrañable que le recuerda a la comunidad su origen y su historia.

La mayoría de los fundadores ya no están, fallecieron, pero su legado vive en esos bloques hechos de piedra y cemento. Sus hijas e hijos los recuerdan y honran la tradición que se creó en la colonia. Suelen sentarse para ver a los autos pasar y contar relatos.

Después de las historias, el grupo continúa su camino, antes del ocaso se dirigen de nuevo a la vía, donde aguarda una figura que a la luz del atardecer parece una sombra que en su brazo carga una antorcha de papel.

Sagui

Los durmientes normalmente son utilizados para sostener a las vías del tren y mantenerlas en su lugar, tienen orificios donde se colocan los clavos y ranuras que se amoldan al acero. Antes eran hechas de madera, que era cálida después de asolearse y crujían cuando se caminaba sobre ellas, pero poco a poco fueron reemplazados por el cemento, frío y sin vida.

Aunque, justo en el área donde encuentra el Albergue, los durmientes dejaron de dormir y se transformaron en «vigilantes» silenciosos, estáticos e intimidantes. Muchos de ellos no solo guardan el sonido del rugir de la bestia al pasar, también resguardan los gritos de aquellos que en su andar dejaron sangre y algunas partes de sí mismos al intentar bajar del tren.

Sobre uno de ellos, frente a la Capilla de Cristo Rey, aguarda Sagui, erguida sobre los vigilantes, con su mano derecha alzada que en la mano porta una antorcha. Su voz hace eco en los rieles que deslumbran su trayecto en el ocaso.

“No quiero salir de cama, aunque el sol toque mi ventana. Hoy yo no quiero dar la cara y comenzar otra semana. No quiero ser aquel pendejo, siempre juicioso a trabajar, la realidad me tiene preso, no estoy dispuesto a cooperar”.

Su canto dura algunos minutos, su sombra adorna el cielo enrojecido que se alza por sobre los durmientes. Sagui levanta una y otra vez su antorcha, tan alto como puede su brazo.

“Pa’ que trabajar, yo quiero vivir… la vida gozar… Hoy la rutina yo voy a matar… Es mi libertad. Yo voy a elegir… no voy a esperar a que la negra me saque a bailar”.

A lo lejos se vislumbra un espejismo. Es el tren. Sus luces alumbran las vías en el horizonte. Sagui baja del durmiente y se encamina hacia al pabellón junto con el grupo, para continuar con las demás acciones.

De vuelta al pabellón

El grupo regresa al pabellón en donde comenzó el recorrido. El jolgorio toma su forma, se comienzan a colocar las luces que llenarán de colores la noche, frente a la capilla del Cristo Rey.

Karen y Sagui llaman la atención del grupo para contar historias en el cabús; mientras Karen sostiene una linterna, Sagui comienza a narrar experiencias de migrantes.

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Rosario es el nombre de quien se comparte la historia. “Es fuerte también, pero cuando cuenta esta historia, algo frágil aparece en su cuerpo y en su mirada”.

Mientras Sagui lee, su voz se transforma en la de Rosario; su madre había quedado marcada como resultado de su intento de cruzar la frontera, una marca que provocó que sus propios hijos no la reconociesen cuando ella volvió a casa.

La historia es concluida y el grupo se mueve a las bancas en forma de tableros de ajedrez. Una vez allí, se empiezan a organizar para que el jolgorio se lleve a cabo. Algunos comienzan a encender unas velas en papel que iluminarán el camino durante la noche.

Del otro lado hay una cancha de básquetbol, que es inundada con aserrín. Ana le da forma circular para emular la cartografía de la Colfer.

El jolgorio toma forma. Entre varios se ayudan para colocar mesas y sillas para el convivio, las cuales son adornadas con manteles blancos y sobre ellos colocan platos de cerámica. Es una celebración como la de los banquetes que solo la gente adinerada cree que puede ostentar.

El jolgorio

La noche dejó caer su negrura, pero la oscuridad no merma la celebración. Las luces de colores llenan de vida el pabellón que hacía unas horas se encontraba solitario. Las mesas quedan listas para aguardar a los festejados, que son quienes acuden a misa y hacen una pequeña posada afuera de la capilla.

Los vecinos comienzan a llegar y a tomar sus lugares, la mesa más grande es para la gente de mayor edad, pero hay espacio para todos, pues vecinos y migrantes, ambos son parte importante de la colonia.

Güicho toma la palabra de nuevo, pide a los asistentes, que ahora son más, dirigirse a la mesa de luz, donde fotografías de lugares esperan para ser reconocidos, además muestra a los vecinos como se ven a sí mismos a través de las instantáneas que capturó Tita.  

Ellos comienzan a recordar y a dialogar entre sí, “ah, es la casa de… esta era la tienda… así lucía aquella casa”.

Como radiografías de los recuerdos, Tita cambia una a una las fotografías que se revelan sobre la mesa de luz, que muestran diferentes etapas de la Colfer. El pabellón se llena de risas y murmullos.

Después, los vecinos se dirigen a uno de los puntos finales del recorrido. El primero es en aquella cancha llena de aserrín, una alfombra dispuesta para que los vecinos puedan trazar como se ve su colonia desde su memoria.

Algunos vecinos, inmersos en la actividad, comienzan a recordar. Sus pies deciden marcar el lugar en donde yace dibujado su hogar, se ríen y cuentan otras historias antes de ir a degustar el banquete, acompañados de música de Jazz.

Mientras los vecinos, acostumbrados al frío apizaquense, degustan los alimentos, recuerdan sus memorias y narran como ha sido ver el incesante flujo migratorio desde la perspectiva de los primeros migrantes de la zona.

Cuando la cena concluye, los vecinos se dirigen al otro lado del pabellón, donde Fede los espera con una serie de videos sobre el ferrocarril, que son proyectados sobre en la piel del cabús.

Al concluir las proyecciones, Fede y los demás se concentran al centro del pabellón, donde estaban las mesas, para observar el baile tradicional de matachines. Los residentes se ríen, se asombran, amenizan el ambiente con bromas y recuerdos hasta que todo el evento concluye.

El Colectivo Caracol Artístico se despide, la colonia vuelve a su silencio y el rugir de la bestia resuena sobre las calles de la ciudad que llegó con ella.

Melisa Ortega