Crónica de la indiferencia y un Domingo de Ramos

Texto y fotos: Alejandro Ancona.

Ayer domingo (de Ramos), el gobierno anunció que se sumaron 5 casos positivos de coronavirus Covid-19 en Tlaxcala, ahora son 17; hace poco más de una semana solo habían 3. ¿Qué pasó?

Las preguntas comienzan, la paranoia y el temor me invaden, no por el virus, sino por su sorprendente propagación. Un posible futuro me cala la médula como un mal augurio. Mi mente cosecha preguntas en busca de una explicación.

¿A caso el gobierno no quiso reconocer que ya tenía casos positivos de mucho antes, lo que produjo una rápida propagación? ¿Será que por eso comenzaron a tomar medidas de 2da y 3ra fase antes que el gobierno federal? ¿Será Tlaxcala más vulnerable por su ubicación geográfica? ¿Será que a la gente no le importa la contingencia?

Ese mismo Domingo de Ramos, recordé lo que había vivido pocas horas antes, al medio día, cuando buscaba fotografiar a vendedores y compradores de las palmas para su bendición. Reconozco que no pensaba encontrarme a los vendedores por obvias razones, pero al no encontrarlos, decidí buscar.

Caminé hacia el Parque Hidalgo, de Chiautempan, sin encontrar rastro de ellos. Avancé hacia la parroquia de Nuestra Señora de Santa Ana y observé a algunos trabajadores que removían arreglos florales de alguna ceremonia celebrada hace poco. Ahí mismo me encontré a un compañero fotógrafo, en búsqueda también de la imagen del día.

Convento Franciscano de Nuestra Señora de los Ángeles, Chiautempan.

Nos acercamos para preguntar dónde consiguieron los arreglos y nos explicaron que en el mercado de Puebla, pero que no sabían nada de las palmas; sin embargo, un curioso de la conversación, que había ido a surtirse de agua bendita de la pila de la iglesia con un pequeño bidón, nos indicó que en la iglesia del barrio de Xaltantla los elaboraban y que además oficiarían misa para su bendición.

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En nuestro recorrido para llegar al lugar indicado, observamos a mucha gente que, para los que conocen a Chiautempan, realizaban la actividad de un domingo cualquiera. Los ciudadanos paseaban por las calles principales, en familia; sólo muy pocos portaban cubrebocas, no había gente con palmas cobijadas entre sus brazos, pero sí había quienes no escondían indiferencia.

Cuando llegamos al lugar, en una calle poco transitada, no observamos a ningún vendedor, solo la pequeña capilla que tenía un aviso de los horarios para la bendición de las palmas, que no incluía ceremonia religiosa, y en el portón había un surtidor de gel antibacterial.

Mi compañero fue el primero en desinfectar sus manos y entrar, mientras yo lo hacía escuché ruido de numerosas personas, y antes de poder entrar él ya había salido con una mujer tras de sí que le cuestionó la razón de las fotografías, él se identificó como reportero que necesitaba ilustrar una portada y aquella persona le refutó que era una ceremonia privada.

Antes de irnos, le pregunté a un joven que estaba a punto de ingresar con sus instrumentos, si sabía dónde podíamos conseguir, él me explicó que observó a vendedoras en la Parroquia de Nuestra Señora del Carmen. El joven prosiguió con su ingreso a la capilla y nosotros continuamos la búsqueda.

En nuestro trayecto, esta vez hacia el primer cuadro del centro, continuamos observando peatones despreocupados, las banquetas con ilusión de tabique susurraban pasos aglomerados; había comercios abiertos, gente en los bancos, gente de compras.

Uno de los bancos por donde transitamos, que estaba cerca de nuestro destino, tenía marcas en el suelo que señalaban la “sana distancia”, ignoradas por los cuentahabientes, que se atiborraban en la esquina y que mejor eran usados por niñas que saltaban sobre ellas.

Al llegar a la Parroquia, que esboza una intención gótica en su arquitectura, adornada con colores pastel, nos encontramos a una señora, la única en toda la ciudad, que vendía las preciadas palmas; ya sólo le quedaban pocos ejemplares y de un tamaño diminuto, aunque el precio alegaba ventaja por la ausencia de otros vendedores.

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Los compradores se le acercaban ansiosos, se aglomeraban a su lado, preguntándole si tendría más, ella respondió que dependía si le conseguían más material para hacerlas.

Su buena venta me hizo recordar a los demás vendedores y su ausencia, toda esta travesía para encontrar a una sola. ¿Por qué no están los demás? Luego recordé que un año anterior, en esta misma ciudad, los vendedores a los que entrevisté y fotografié provenían de comunidades remotas de Puebla y Oaxaca. – creo que ya sé por qué no vinieron – pensé.

Llevado por la curiosidad, me adentré a la Parroquia en cuyo interior parecía haber terminado una celebración; se habían tomado la foto del recuerdo y ya no la alcancé, sólo alcancé a tomarlos mientras se desagrupaban, con vestimentas particulares, como de monaguillos.

Me apresuré a capturar todo lo que pude; la gente abrazándose, riendo, – pues no tiene nada de malo, si fuera cualquier otro día – La Diócesis de Tlaxcala, se había sumado a las medidas de prevención y especificó que, en cualquier celebración religiosa, no debían aglomerarse más de 20 personas y debía haber una persona encargada de que se guarde la ya famosa “sana distancia”.

En lo que terminaba de capturar lo poco que pude, una señora se me acercó y me preguntó el motivo por el cual tomaba fotografías, me identifiqué como reportero y ella después abandonó semblante de alerta. Lo que me dijo, fue una rima irónica a todo lo que viví ese día.

“Es que luego vienen a tomar fotografías y lo único que hacen es tergiversar la información”.

-¡No me diga! – pensé.

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