Pequeña crónica de una Calenda en Tianguistengo

Calenda, una festividad que se realiza en diferentes pueblos y comunidades de Oaxaca, donde la danza y la tradición, la lengua y la cultura, hermanan a los pueblos y sus integrantes, en una celebración donde el sincretismo y las raíces se conjugan.

Era una mañana maquillada con calina. El calor pintaba arduo para el medio día, pero, mientras, los rayos del sol aún no ruborizaban la piel. En el pintoresco pueblo, casi siempre silencioso, cuyas únicas voces de las campanas de la iglesia y de los pobladores son absorbidos por el envolvente silencio del desierto, se oye a lo lejos el sonar de la tambora, las trompetas y las tubas, que llaman alegres al jolgorio.

Como en una escena de aquellas películas de antaño, de la época de la Revolución, sobre una calle desteñida por el sol, una calle entre árboles y cactus, entre casas de adobe rojizas y piedra de laja, en un pueblo entre llanos y montes áridos amarillados, a veces olvidado por dios, a veces olvidado por la lluvia, se observa un pequeño grupo de gentes de colores, de gigantes de papel, que danzan al ritmo de la banda de viento oaxaqueña que tocan canciones que los abuelos adoraban bailar.

Los niños de Santo Domingo Tianguistengo, arropados con manta blanca bordada, bailan y lanzan papel picado de colores, mientras que otros cargan enormes maquetas de papel, con forma de otros niños y de frutas espinosas, y un globo con la leyenda “Feria de la Pitaya”.

Tras los niños, en su mayoría de la telesecundaria, van y vienen unos curiosos danzantes de amplios sombreros de palma y atuendos repletos de trapos coloridos que ondean al aire a cada brinco que el bailarín da. Los Tiliches habían viajado casi seis horas desde la mítica Putla para danzar con sus trajes de trapos que bien hacen honor a su nombre.

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Seguidos van los Diablos de Santiago Juxtlahuaca, con sus máscaras de diablos cornudos tallados en maderas finas, de fieros gestos pintados de pieles rojas, amarillas o blancas, con sus sacos, sus paliacates y sus chaparreras de piel de chivo, van azotando al aire su chicote de cuero tejido con cuenda y bailan a pasos que sacuden los pelos de chivo como hierbas en vendaval.

Por último, van las mujeres de rasgos típicos, sonrisas alegres y pasos finos que se mueven al ritmo de las coplas tocadas con trompetas y trombones, cuyas gotas saladas empapan sus rostros de edades diversas, atenuadas por sonrisas genuinas bajo el sol del aciago verano. Van vestidas con sus faldas de olanes coloridos y sus chales negros, mientras cargan sus canastas de flores sin aparente cansancio, movidas por la música que toca la banda de los trabajadores, para ser precisos, la CNTE sección XXII.

Ninguna danza es igual a otra en las tierras de Oaxaca. En Santo Domingo, la Calenda se ofrenda orgullosa a la escasa pero generosa lluvia que calma la sed de las matas de pitaya, para que ofrezcan sus frutos de intensos colores rojo, morado y amarillo, dulces y jugosas, en un ritual que favorece a sus productores con buenas cosechas, casi siempre, redituadas por su exótico matiz.

Aquí, en uno de los parajes más privilegiados por la historia de la propia tierra, la gente ve en la fruta una oportunidad de celebrar la cualidad de su tierra árida, casi siempre implacable con los seres que ahí habitan, pero amable a la tradición de los que conservan su lengua y su cultura.

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Los danzantes caminan por las calles de Tianguistengo, al paso que da el sol por el firmamento. Transitan entre casas pintorescas, entre calles de concreto y de tierra colorada como la piel de su gente. No importa el sol ni la temperatura en el aire que sacude el cabello en una brisa febril; no importa el sudor atenuante, ni la fatiga, ni la sed.

Los mismos vecinos reparten vasitos con agua a los danzantes, hacen pausas de cuando en cuando entre cada cuadra que transcurren, y unos cuantos reparten mezcal con sabor a pitaya para contentar el ánimo. Así sucede hasta llegar a la plaza donde se juntan a bailar, a echar carrilla ominosa.

Los Diablos brincan al son de la Guelaguetza, las mujeres desfilan en cuadrillas y ondean sus vestidos como olas al viento, mientras los Tiliches sacuden sus trapos antes de concluir la “Feria de la Pitaya”, donde regalan su pueblo un espectáculo que sólo una vez al año se celebra con tanto amor como la Calenda.

Texto y fotos: Melisa Ortega